Pedro Miguel
Todo México sabe que en esta elección presidencial hubo fraude. Lo
saben, por supuesto, quienes lo perpetraron, quienes lo sufrieron, así como
quienes, sin situarse en ninguno de los bandos, lo atestiguaron en flagrancia o
pudieron observar sus consecuencias imprevistas.
Entre el lunes 3 y el viernes 6 de julio, en numerosas tiendas de
autoservicio no sólo en las de la cadena Soriana, por cierto muchedumbres de
compradores vaciaron los estantes, provistos con tarjetas de débito que
admitieron muchos de ellos les habían sido entregadas por el PRI a cambio de
su voto por Enrique Peña Nieto.
Muchos otros, menos afortunados, escenificaron protestas porque los plásticos
no tenían fondos o porque éstos eran inferiores al monto que se les había
ofrecido a cambio del sufragio propio y/o del ajeno. Los testimonios abundan. En
los días siguientes a la elección la candidata oficialmente
perdedoraexhibió miles de esas tarjetas y muchas otras pruebas de la compra masiva de votos, de los extralimitados gastos de campaña, de acciones de coacción contra los ciudadanos, de papelería electoral manoseada y de otras formas de adulteración de la voluntad popular.
La semana pasada se dio a conocer documentación que prueba las operaciones
con recursos de procedencia ilícita en la campaña de Peña Nieto y se ha
documentado la vinculación de las empresas participantes en esas acciones con
operadores próximos al aspirante presidencial priísta.
Mientras la montaña de delitos electorales revienta la fachada de la
limpieza democrática, el PRI y el IFE unen fuerzas para alegar que el fraude es un rumor sin sustento. Sólo les ha faltado decir que la compra de votos tendría que demostrarse con la exhibición de las correspondientes facturas fiscales emitidas a nombre del tricolor por los votantes sobornados.
La televisión comercial se deslinda del magno operativo mediático
previo mediante el cual se construyó, durante cinco años, una candidatura
presidencial en el vacío. Los alegadores al servicio del régimen están en eso
desde que se sumaron, en 1988, a la defensa del abuelo de este fraude hacen
minería conceptual en busca de matices y retruécanos para vestir al sofisma: a
la espera de la verdad jurídica, la administrativa es la única verdad. Si se les
mostrara un video de Peña Nieto en el que reconociera que en su candidatura se
lavó dinero, dirían que es Photoshop, o bien argumentarían que la confesión es
la prueba reina, pero que México es una república y por lo tanto no la reconoce.
¡Pruebas!, ¡pruebas!, claman, mientras navegan en un océano de ellas.
A estas alturas, los medios electrónicos, la comentocracia, el
Revolucionario Institucional comprometido a fondo en el ejercicio alquímico de
transmutar la inmundicia en legitimidad y la autoridad electoral empeñada en
negar que fue omisa y permisiva, pese a que desde febrero López Obrador le
advirtió sobre las muchas formas en las que podría colársele el fraude han
conformado una suerte de frente de resistencia contra la verdad.
El frente mencionado no sólo niega que llueve en plena tormenta, sino que
ensaya descalificaciones autoritarias contra los recursos a las vías legales
para esclarecer el fraude. Quienes acuden a los tribunales
dividen a México; si divulgan la información relacionada con la adulteración,
siembran odio; si fundamentan la queja,
desestabilizan; si señalan las omisiones,
atentan contra la institucionalidad democrática. El IFE, por lo pronto, ya atentó contra sí mismo y contra lo que pudo quedarle de credibilidad después de su triste papel como operador del fraude en 2006.
Ahora la única posibilidad institucional de restablecer la legalidad
quebrantada está en manos del Tribunal Electoral, y consiste en invalidar la
elección del 2 de julio y crear las condiciones para el cumplimiento de los
términos constitucionales: que el Congreso de la Unión establezca un interinato
y se convoque a nuevos comicios en cosa de año y medio. No hay en esa
perspectiva nada de subversivo, de desestabilizador o de ilegal.
Desde luego, para que el esfuerzo sirva de algo es necesario que los comicios
de 2013 o 2014 sean organizados y vigilados por una autoridad electoral
plenamente renovada a la que la sociedad pueda concederle al menos el beneficio
de la duda. La de hoy se ha evidenciado como parcial y omisa, y tan falsaria
como su beneficiado central. Bien podría llamársele el PRIFE.

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