No soy modelo de nada
Pedro Miguel
Gilberto disfruta mucho cuando le hago sexo oral y en cierto modo se
complementa con Ramón, quien no se cansa de hacérmelo a mí. Gaspar es poco
carnal y muy afectivo. Nos dedicamos sobre todo a mirarnos y acariciarnos y
pocas veces llegamos más allá, pero su compañía es muy gratificante. A Claudio
lo que más le gusta es terminar sobre mi vientre y casi nunca se queda a dormir.
Luis Eduardo prefiere verme gozar y por lo general se guarda el orgasmo propio.
Con Tona lo habitual es que ambos disfrutemos de penetraciones largas y pausadas
que en más de una ocasión han durado toda la noche. Santiago se pasa de
imaginativo y siempre que lo veo me pide que practiquemos analidades,
oralidades, manualidades y hasta electricidades que pueden ser muy intensas pero
que igual pueden resultar en un fiasco o en secuelas dolorosas; por eso lo veo
poco. Esos son, por ahora, mis amantes fijos. Con mis otros amigos he tenido
sexo esporádico o por una sola ocasión, pero con la mayoría mantengo relaciones
basadas en el afecto espiritual y en las afinidades intelectuales.
Así es, en resumen, mi vida sexual. A veces me miro en el espejo, contemplo
mis arrugas y mis canas, las contrasto con la intensidad de mi vida erótica y me
pregunto si no hay en mí cierto componente vampiresco o caníbal. Y es que en mi
cama casi nunca falta un cuerpo, así como nunca falta comida en mi plato. Cuando
llega a faltar es porque me da la gana dormir en soledad, con el tronco colocado
en el centro del colchón y las extremidades formando una gran equis hacia las
esquinas. Me digo que estoy a punto de cumplir 74 años, que aún me quedan muchos
cuadros por pintar, que no debo dedicar tanta energía ni tanto tiempo a los
encuentros amatorios y que ese trajín no es de Dios. Llego a sentirme culpable
al pensar que mis dos nietos requieren de un poco más de mi tiempo. Pero esos
reproches son posturas ajenas que asumo como propias cuando me encuentran
descuidada y no permanecen durante mucho tiempo en mi cabeza. La verdad es que
estoy a gusto con mi sexualidad y que con ella no me hago daño ni se lo hago a
nadie; por el contrario, las comuniones corporales me renuevan y los orgasmos,
tanto los propios como los ajenos, me cargan de energía. Me dedico a lo que me
gusta, mi vida profesional me produce una gran satisfacción y la descuido poco;
a fin de cuentas, sólo un ser muy maniático puede evitar ciertas negligencias
ocasionales.
Con mis amistades prefiero no hablar de estas cosas porque cuando lo he hecho
se han sentido un tanto perturbadas. A Clelia la conozco desde la secundaria y
aunque hace mucho que dejamos de contarnos nuestras intimidades, yo pensaba que
era la persona que mejor me entendía en este mundo. Nuestras respectivas vidas
son muy diferentes: ella se casó y yo viví, en distintas épocas, en unión libre;
ella tuvo tres hijos en su matrimonio y yo fui madre adolescente de Celeste, y
después, con Rubén, me la jugué, porque ya estaba mayor, y tuvimos a Ernesto;
ella se graduó de abogado pero abandonó su carrera para cuidar a sus hijos; yo
no acabé la universidad, tomé cursos de dibujo y pintura en donde fui pudiendo y
luego alterné mis trabajos ocasionales de cualquier cosa con mi producción
plástica. El marido de ella murió hace cuatro años. Cuando Clelia enviudó buscó
apoyarse en mí y estuve muchas tardes secándole las lágrimas. Tal vez sea muy
dura si digo que que su principal dolor no fue por la pérdida de una persona
amada sino por el funeral de sus costumbres. Al cabo de unos meses, como su
llanto no amainaba, le pregunté en qué forma pensaba rehacer sus hábitos.
“Tienes que inventar nuevas formas de levantarte –le dije–, hallar nuevas
maneras de salir a divertirte y buscarte una nueva relación”. Lo último la
ofendió.
–Óyeme –me dijo con aspereza súbita–. Tengo 70 años.
Sentí pena por ella y sin ánimo de escandalizarla, le platiqué de mis asuntos
íntimos. En ese entonces yo ya andaba con Gilberto, Gaspar y Tona, y me veía
también con Gonzalo, que ya murió, y con Henry, un chavo del norte que estaba
haciendo su doctorado y que ya no vive aquí. Ella pasó de la indignación a la
conmiseración. Me dijo que yo estaba muy mal, que debía ver a un siquiatra y que
le dolía imaginar el tremendo vacío que me llevaba a acostarme con tantos
hombres. Opinó que debía dejar de degradarme y que haría bien en observar
respeto hacia mis hijos, hacia mis nietos y hacia mí misma. Concluí que Clelia y
yo sentíamos lástima recíproca y que aquello no era un buen fundamento para la
comunicación. Desde entonces seguimos llamándonos de cuando en cuando.
Tania tiene cuarenta años menos que yo y ya despunta como una pintora
excepcional. La conocí porque ambas participamos en una exposición colectiva,
nos caímos bien y unos días después de la inauguración ya estábamos cenando en
una de esas citas que prometen muy buena conversación. Muy pronto ella derivó la
plática a sus problemas amorosos: acababa de terminar con una relación larga que
la dejó desgarrada y estaba empezando a salir con un tipo con el que no se
sentía a gusto. Me limité a escucharla y a darle algunas pistas que le
permitieran entender su situación. Alguno de mis comentarios debe haberle
desagradado porque de pronto inquirió de golpe:
¿Y tú? ¿Cómo te fue a ti en la vida con los hombres?Me lo preguntó como si mi vida hubiese terminado y ella estuviese sentada hablando con un cadáver. No me sentí ofendida pero tampoco tuve ganas de responderle con una mentira piadosa.
–Me fue mal y me fue bien –le dije–, pero ahora me va bien.
Le platiqué a Tania de mis amantes y ella pareció experimentar una
iluminación. Luego emitió silbiditos de admiración, se puso eufórica, me habló
de paradigmas de la causa de género y remató afirmando que yo tendría que
sentirme moralmente obligada a relatar mi historia porque era un ejemplo para
otras mujeres y un modelo a seguir.
–No soy modelo de nada –le dije–. Sólo soy como soy.
Tania se desilusionó mucho al ver que yo no estaba dispuesta a convertirme en
prócer de los derechos reproductivos y sexuales ni en ejemplo de plenitud
erótica para personas de la tercera edad; la conversación declinó, al poco rato
nos despedimos y desde entonces –esto fue el año pasado– no he vuelto a
verla.
En una ocasión conocí a un tal Óscar, un cuarentón guapo que me gustó para
una aventura. A la segunda cita ya estábamos copulando en su casa. Era menos que
mediocre en la cama pero de algún modo me sugirió que yo debía estar muy
agradecida con él porque, a pesar de mi avanzada edad, me había hecho el favor
de penetrarme. Un poco fastidiada, le repliqué que yo no tenía relaciones
sexuales para dar o recibir favores sino por el placer mutuo. “Ay, sí –dijo,
burlón–. ¿Y a poco tienes muchas?”
–Algunas –le contesté, y le hice un resumen de mi vida erótica.
–Entonces eres una viejita muy puta –contestó, festejando su propio
ingenio.
Aquello no me causó enojo sino risa, pero me di cuenta que Óscar no habría de
ser uno de mis amantes. Desde esa noche, y durante varios meses, estuvo
llamándome por teléfono para suplicarme que volviéramos a vernos, pero me negué.
Parece ser que por fin ha desistido.
Por eso prefiero no platicar de mi vida sexual, y esta vez he vuelto a hacer
una excepción.
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