Ilán Semo
Acuatro días del anuncio de los resultados oficiales de la contienda
electoral, y a dos días del recuento voto por voto de un número cuantioso de
urnas, las elecciones presidenciales de 2012 no han concluido. Si la coalición
de izquierda decide impugnar sus resultados por la suma de violaciones cometidas
por el PRI, habrá que esperar las deliberaciones del Tribunal Electoral Federal
y, finalmente, su fallo definitivo. Los miembros del Movimiento Progresista
encabezado por Andrés Manuel López Obrador están en su derecho de hacerlo y,
acaso, también en su deber.
El proceso electoral comienza con la definición de los candidatos de cada una
de las agrupaciones y sus alianzas. Le siguen las campañas y la contienda por el
voto. Después de los sufragios y los recuentos se abre un lapso para querellas e
impugnaciones. Sólo después, el tribunal cuenta con la autoridad para emitir el
veredicto final. La certidumbre y, sobre todo, la legalidad del proceso sólo
pueden emanar de la valoración de cada uno de estos momentos y su relación con
cifras finales. La calidad de una democracia se define por sus métodos, no por
sus resultados. No es lo mismo obtener una mayoría por la inducción y la
coacción del voto, que hacerlo de manera limpia.
Desde hace década y media, la democracia mexicana es vista como un fenómeno
naciente o emergente; la infancia de una historia. Sólo que a estas alturas, el
infante empieza a mostrar bigote y está visiblemente desvencijado. ¿Cuánto puede
durar el nacimiento de un régimen político? Nacer es en sí un dilema. No es
igual nacer bajo cuidados y atención que en el abandono y la orfandad. La
democracia en México no sólo muestra serios traumas de crecimiento, sino un
estado ostensible de orfandad. La mayoría de sus impulsores originales la han
abandonado.
Por lo pronto, los resultados de las elecciones son un
hecho. (Su impugnación sólo produciría utópicamente su anulación general.) El PRI retorna a la Presidencia con una ventaja menor (bastante menor) de lo que le concedían las encuestas. La izquierda, por su parte, logra lo inverosímil: colocarse como segunda fuerza en un tour de force admirable (si se toma en cuenta la escasez de sus recursos) que la llevó de 20 por ciento (en los ratings) a más de 31 por ciento. Acción Nacional se disipa en la crisis y la fragmentación. Alguien debería demandar (¿ante la Profeco?) a las encuestadoras. Alguien más debería cancelarles sus registros. Disfrazar una cruzada propagandística con el simulacro de un ejercicio sociológico es algo más que dar gato por liebre; acaso es dar gato por león. Su explicación fue que
sobrestimaronlas expectativas del partido tricolor. Lo que no sobrestimaron seguramente fueron los ingresos percibidos por la fiesta de los números. Hay algo de hazaña grotesca en el asunto: armados de papadas solemnes (en México la papada es el síntoma de la ciencia), los encuestadores oficiales lograron desterrar la sociología electoral de nuestras ciencias sociales. ¿Quién en las próximas décadas va a confiar en una encuesta política? Una vez más, la modernidad se nos escapa entre los bolsillos.
De los órdenes simbólicos que conocemos, la encuesta es la ars
esentia de los géneros de la retórica de la propaganda. La razón es
sencilla y compleja a la vez: el fetichismo moderno por el número. En una
sociedad en que el único acuerdo viable y duradero es la posibilidad del
desacuerdo, el número es el rey. Su majestad el número, con su aparente
neutralidad, concluye o secuestra una discusión. Pero las cifras no son neutrales. Provocan interpretaciones y movilizan expectativas. Ésta y otra decena de tácticas de inducción del voto propiciaron que Enrique Peña Nieto obtuviera una mayoría en las urnas.
El PRI de hoy no es el mismo de los años 90; tampoco es obviamente el de la
década de los 70. Probablemente es peor. Dejemos a un lado las intenciones y los
programas. Su currículum reciente habla por sí mismo. Es el partido que
convirtió en sendos infiernos a Tamaulipas, Veracruz y Nuevo León. Sobre todo
Nuevo León, el estado más pujante, empresarial y productivo del país. Cierto,
cuenta con una generación de jóvenes muy activos. Pero jóvenes que provienen de
una clase media ascendente ávidos de poder, fortuna e influencia, que nunca
conocieron la institucionalidad que le dio longevidad al viejo PRI. Es también
una amalgama política dominada por la tecnocracia que en los años 90 falló ante
los retos de la globalización.
¿Puede cambiar el PRI? En rigor, ha sido el epítome del cambio. Visto desde
una perspectiva histórica, el partido de Lázaro Cárdenas en los años 30 tiene
poco que ver con el de Miguel Alemán en los 40, y éstos con el que albergó a
Luis Echeverría y José López Portillo en los 70. Ni hablar del giro que le
impuso más tarde el salinismo. Pero en todas sus versiones guarda una constante:
la anegación del estado de derecho; reproduce (y se reproduce en) la anomia y la
ilegalidad. Cambia no sólo para adaptarse, sino para adaptar su entorno a su
peculiar cultura política.
Lo hemos visto una vez más a lo largo de esta campaña. ¿Por qué entonces
obtuvo una mayoría de votos? Sería infantil explicarlos solamente por la
coacción y la inducción. El gran fracaso del PAN (y en cierta manera del PRD
también) fue, a lo largo de estos 12 años, su incapacidad para transformar a ese
México cuyas mentalidades son de antiguo régimen, que espera lo que ninguna
autoridad democrática puede brindarles.
Toca a la izquierda el turno de crear un nuevo horizonte de expectativas. Por
lo pronto, la campaña electoral le brindó una posición y una legitimidad sin
igual. Cuenta con la oportunidad del momento: la debacle de dos presidencias
panistas que acabaron en guerra incivil. Habrá que ver si es capaz de encontrar
la vía para cambiar gradual e institucionalmente esa sociedad que prefirió el
deja vu antes que arriesgar.
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