Rolando Cordera Campos
Acreditado quedó el derecho de López Obrador para aceptar el
veredicto de las urnas una vez que lo hubiera y los órganos prescritos por la
ley lo consagraran. Acreditado ha quedado también el extraño desempeño de más de
una encuestadora cuya consistencia parece no haber sido de este mundo. Y
acreditado fue que en México se mueve y crece una ciudadanía que no pide permiso
a nadie para expresarse, votar, echar por la borda mil y una proyecciones, nada
ociosas pero sí perniciosas, para redefinir la geografía política de México, no
concederle a nadie una mayoría prestablecida y poner en jaque los planes, los
intereses y las ambiciones de más de un pretendiente a la política y el
pensamiento únicos de las fantasías liberistas y la nostalgia autoritaria
trasnochada.
Todo en una entrada que duró unas horas y que, ahora, aguarda las decisiones
del órgano supremo encargado de dar el arrancan para un nuevo gobierno que no la
tiene fácil y la tendrá cada vez más difícil, una vez que las aguas del reclamo
electoral dejen paso al reclamo social y democrático tan largamente pospuesto.
Las emergencias financieras y la necia política de la estabilización a ultranza
y permanente, nos han echado a cuestas un largo letargo productivo y, en los
años recientes, el fardo agresivo del desempleo, la no ocupación de los jóvenes
y la creciente improductividad de los empresarios mexicanos, convertidos en
negociantes y rentistas que han olvidado la conjugación del verbo invertir pero
no la del verbo pedir y exigir del Estado protección, apapacho y nada de
intervención ni de recaudación.
El cuadro de la República se complica con el escenario de la compra y venta
de votos, que se añade como carga letal a la proverbial compra y venta de
protección que tan pronto aprendieron los panistas. Nada de esto puede
confundirse con el razonamiento práctico y, de aceptarse como conducta
ciudadana, no puede sino dar lugar a nuevas formas del cinismo corriente que nos
inundó en el pasado y que ahora, de instalarse como costumbre, puede llevarnos a
formas salvajes de corrupción ciudadana y política que no pueden sino desembocar
en la corrosión del Estado y la desnaturalización del intercambio social.
Por esto es inaceptable que se condone la venta del voto porque
al cabo éste sea secreto. Como lo es que se le ofrezca al pueblo llano una alternativa grosera entre masoquismo o salvación catártica. Por ahí no se va a ninguna otra parte que no sea el enrarecimiento progresivo del espacio público y el aplastamiento de un anhelo primordial de actuar con libertad, para por lo menos aspirar a la construcción de una República habitable.
La oferta del movimiento progresista abanderado por Andrés Manuel López
Obrador debe mantenerse en alto, pero al mismo tiempo asumir la dificultad
diversa que tendrá que enfrentarse si se busca convertirla en programa para la
acción, desde el gobierno o la oposición. Largas jornadas le esperan al país si
quiere echar a la cuneta de una vez y para siempre el abuso del poder
concentrado, que se manifestó desfachatadamente en los medios masivos, el
regateo de derechos elementales para asegurar el voto y el apresuramiento para
declarar ganadores donde sólo había tendencias y, simultáneamente, obtener el
beneplácito de los poderes de fuera.
Pero más prolongadas serán las horas si nos decidimos a abordar la mancha
extensa de pobreza e inequidad que está debajo de esas y otras prácticas
antidemocráticas. Están ya sobre la mesa y a los ojos de todos y no es posible
soslayarlas porque, guste o no, contaminarán los primeros pasos del gobierno en
busca de una legitimidad renovada que no repita las absurdas y destructivas
empresas del gobierno actual, al desatar una militarización nacional de la que
no será fácil olvidarse y mucho menos superar.
Los jóvenes airados nos alegraron una mañana condenada a ser permanentemente
gris, y su reclamo convirtió la cuestión juvenil en tema y desafío nacional. De
aquí que sea indispensable insistir, con ellos y ante ellos, que en efecto no
hay caminos predeterminados ni exclusivos y que el racismo y el clasismo son
conductas disolventes de cualquier empeño democrático y republicano.
Pero también, y sobre todo, que cualesquiera sea la ruta que abran tiene que
ser pacífica y legal, respetuosa de personas e ideas, y comprometida con una
ética pública signada por la búsqueda de la justicia social, cuya ausencia nos
marca como mandato maldito.
Que el canto de las sirenas de la violencia o la agresión dizque justiciera
quede para los antros, la bailada y la tocada. En la política se necesitan
transparencia y medios al servicio de la democracia, como lo han planteado;
nunca salidas falsas que lleven a la agresión y justifiquen la represión que
algunos exigen como garantía de buen gobierno.
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