Gilberto López y Rivas
Enrique Peña Nieto ha sido impuesto como nuevo titular del Ejecutivo
federal por los poderes fácticos que requieren la continuidad de las políticas
neoliberales, las
reformas estructurales, la privatización de Pemex, los turbios negocios al amparo del poder público, incluyendo el narcotráfico, y que buscan un compromiso de impunidad para los crímenes de lesa humanidad cometidos durante el gobierno de Felipe Calderón. El fraude estructural del sistema político mexicano conlleva el escandaloso sobregiro en los topes económicos de campaña, la coacción de la ciudadanía por sindicatos oficialistas, patrones y sicarios, la compra de sufragios con dinero en efectivo, despensas, cemento o tarjetas de prepago, las encuestas que no miden sino norman intenciones de voto, la dictadura mediática que construye y destruye candidatos y que, de paso, se embolsa exorbitantes sumas de dinero, además de las autoridades y tribunales electorales omisos a sus obligaciones y cómplices de esas prácticas de corrupción extendida y masiva.
Todo ello, más los denunciados actos de defraudación directa en las casillas,
con las múltiples
técnicasque han ganado fama universal, y el levantamiento cibernético tergiversado de cifras por parte del Instituto Federal Electoral, hicieron realidad el regreso del Partido Revolucionario Institucional a la Presidencia de la República, a contracorriente de una sociedad civil indignada y un movimiento de jóvenes que pese a su fecunda toma de conciencia no pudieron revertir el golpe orquestado por el grupo oligárquico el primero de julio, cuando en horario estelar repartió parlamentos a los actores de una farsa que los medios televisivos presentaron como
fiesta de la democracia. Resultó grotesca la sucesión de
encuestas de salidaque sentenciaban un ganador inobjetable, con las intervenciones discursivas de Valdés, Vázquez Mota, Quadri, Calderón y finalmente del propio Peña Nieto, acompañados por comentaristas a modo y sicarios mediáticos que ensalzaban la
limpieza del proceso, la democracia en la que
se pierde o se ganay que exhortaban a AMLO para aceptar sin chistar la
voluntad ciudadana.
Por su parte, las izquierdas electorales, pese a las traumáticas experiencias
de 1988 y 2006, y sin que mediara una autocrítica sobre su actuación pasada, no
se organizaron ni organizaron a la sociedad para revertir el fraude que venía
preparándose desde hace meses. Entrampadas en la institucionalidad de la que
forman parte, asumieron nuevamente actitudes triunfalistas, mientras sus
intelectuales perdieron el sentido de la crítica hacia su candidato y hacia el
contenido ambivalente de una campaña salvada por la irrupción juvenil que vino a
darle una impronta inesperada; sus organismos partidistas se alejaron de
movimientos sociales importantes, como el de los pueblos indígenas, o el que se
pronuncia en contra de la guerra social encubierta en la
lucha contra el narcotráfico, o el que denuncia la abierta injerencia de Estados Unidos en nuestro país. Así, firmando
pactos de civilidada sabiendas de que los operativos fraudulentos estaban en marcha, resultaron amorosamente indulgentes con grupos empresariales, clericales y con priístas conversos, entre ellos quien en el pasado reciente operó la
caída del sistema, y otro, subsecretario de Gobernación, tránsfugas premiados con sendas candidaturas a cargos públicos de sus estados dentro del progresismo.
Esta sería la tercera ocasión, en los últimos años, en que el pueblo mexicano
experimenta la derrota en sus esfuerzos por una transición realmente
democrática, de modo que habría que preguntarse por la viabilidad de
procedimientos electorales impuestos por el capitalismo neoliberal y acatados
dócilmente por partidos que en cada una de estas frustraciones estratégicas no
pierden del todo, como pierde la democracia de manera ignominiosa, sino que, por
el contrario, ganan. Ganan gobiernos estatales, municipales, delegacionales,
curules en el Congreso de la Unión y en congresos locales y reciben cuantiosas
prerrogativas económicas para sostener sus aparatos burocráticos. ¿Estarán estos
organismos partidistas, ahora declarados
segunda fuerza políticaen el país, interesados en luchar en contra de la aceitada imposición de Peña Nieto? ¿No es un hecho objetivo que las protestas poselectorales van a contrasentido de quienes ya son ahora flamantes funcionarios electos de representación popular?
Las experiencias latinoamericanas recientes en que las izquierdas han ganado
la presidencia de sus respectivos países –Venezuela, Bolivia, Ecuador, por
ejemplo– se han dado en contextos de franca ruptura del sistema tradicional de
partidos, ya sea por la irrupción de masivos movimientos indígenas, ciudadanos o
de variada naturaleza cívico-militar. ¿Por qué en México a las repetidas
experiencias de monumentales fraudes electorales siguen las mismas rutinas de
esperar otros seis años para lograr, ahora sí, el cambio verdadero, confiando en
que la naturaleza autoritaria, corrupta, impositiva y tramposa del sistema
imperante cambie y reconozca el triunfo de una izquierda moderna y bien
portadita?
Algunos pueden preguntarse si una eventual incorporación al voto por la
izquierda institucional por parte de aquellos que han cuestionado la vía
electoral en nuestro país hubiese sido decisoria en los resultados a modo que
nuevamente anuncia el sistema. Quizás un programa de izquierda de otra índole
pudiese haber sumado más votos, pero su monto nada tiene que ver con la magnitud
del tercer megafraude ni con el aparato estructural que lo hizo
posible. Cada quien debe hacer el balance que le corresponde. Quienes han
mantenido una posición crítica frente al régimen de partidos de Estado fueron
cautos en expresarse en contra de la opción de millones de ciudadanos que han
confiado en el posibilismo de los procesos electorales bajo un sistema
esencialmente nugatorio del ejercicio efectivo de la democracia representativa.
En todo caso, es urgente buscar otras formas de lucha política pacífica, como
las autonómicas o la de #YoSoy132, que logren las transformaciones de fondo que
el país requiere.
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