Alejandro Encinas Nájera
Comienzo lanzando una pregunta al sentido común. Suponiendo que es cierta la encuesta del Excélsior
que ubica a López Obrador en tercer lugar, o la de Milenio –la cual al
paso que va, culminará dándole 103 puntos porcentuales a Peña Nieto–,
¿no es curioso que la guerra sucia del PRI y del PAN se dirija hacia el
candidato menos competitivo? ¿No sería “pasarse de lanza”, o bien,
actuar con rudeza innecesaria?
Un temor recorre los cuartos de guerra de Peña Nieto y Vázquez
Mota. La opción progresista ha encendido focos rojos. Por más que
ciertas encuestas coloquen a Andrés Manuel en tercer lugar, la
estrategia de ambos candidatos conservadores los delata: es evidente que
es el rival a vencer.
El ejemplo más contundente del empleo de la guerra sucia lo ofrece
un spot cuya responsabilidad recae en los candidatos a diputados y
senadores del PAN.
Haciendo uso de una manipulación insultante a la inteligencia de los
electores, el spot extrae y descontextualiza un fragmento de un discurso
de López Obrador pronunciado en Tlatelolco: “la vía armada una
posibilidad para lograr la transformación de los pueblos”. A
continuación la frase completa: “(...) a quienes piensan que la vía
armada es una posibilidad para lograr la transformación de los pueblos.
Pero aquí quiero dejar de manifiesto, que con todo respeto a quienes
piensan de esa manera, nosotros sostenemos de que vamos a luchar siempre
por la vía pacífica y por la vía electoral”. Como aquí se constata, el
candidato de las izquierdas planteó precisamente lo contrario a la vía
armada.
En toda democracia es necesario el contraste. Por esta razón, la
crítica y el argumento que cuestiona o que acusa con fundamento, no han
de tomarse como guerra sucia. Más bien, este término se refiere al
empleo de la calumnia, la difamación o la distorsión informativa, como
elementos para inhibir la intención de voto hacia alguno de los
contendientes. La guerra sucia no le habla a la inteligencia; se dirige a
la dimensión emotiva de las personas para despertar pulsiones de odio o
miedo. En la guerra sucia no hay lugar al debate y la interpelación; el
adversario se torna enemigo, sus argumentos no se oyen, y se le habrá
de vencer haiga sido como haiga sido.
Pareciera que la herida que se abrió tras la polarización electoral
de 2006 no dejó moraleja alguna entre quienes mandan en este país. Los
círculos más poderosos aún temen una decisión democrática y buscan
disuadir a los ciudadanos de tomar una elección desde su libertad de
conciencia. Como apunta el profesor del Colmex, Lorenzo Meyer, la guerra
sucia sigue un patrón: el temor provoca que se dirija la atención
colectiva a la supuesta amenaza y debilita la capacidad del individuo a
razonar y asimilar la información. El individuo pierde tolerancia, se
sustenta en estereotipos y desarrolla animadversión a todo aquello que
le es diferente. El discurso del miedo apela a las emociones negativas y
los temores para ahogar los argumentos de una izquierda que se afirma
como oposición institucional, pacífica y constructiva. Una izquierda que
por cierto, este año ha lanzado un llamado urgente a la reconciliación
nacional.
Lo más deplorable es la falta de imaginación y originalidad de
quienes auspician la guerra sucia. Reciclan y vuelven estribillo los
absurdos que se invocaban hace seis años. Su argumentación comienza
esgrimiendo que el arribo de una alternativa distinta representa un
peligro para la estabilidad política y la economía nacional. Se
perderían empleos, se devaluaría la moneda, se incrementaría la deuda y
serían ahuyentadas las inversiones. Se tilda al adversario como
autoritario, populista, demagogo, mesiánico, irresponsable e irracional.
Para evitar el descalabro nacional, la única alternativa disponible es
ratificar el actual modelo económico de privilegios para una minoría y
cargas para la inmensa mayoría.
La derecha está preocupada por el súbito repunte de AMLO. Para
detenerlo, lanzan una proclama: ¡que cunda el pánico! La conducta que
recurrentemente adoptan las fuerzas conservadoras resulta paradójica si
no es que esquizofrénica: llaman a defender las instituciones de la
democracia, al tiempo que con sus acciones minan su institucionalidad y
el carácter democrático de la contienda.
La reacción virulenta del PRI en contra del movimiento
universitario #YoSoy132, es prueba fehaciente de cómo pese a que el país
ha cambiado, el PRI permanece petrificado en el siglo pasado. Siguen
empleando una añeja estrategia para desarticular movimientos sociales,
la cual puede sintetizarse en tres puntos:
1) Difamar, denigrar.- Así como en el 68 Díaz Ordaz acusaba
que detrás de los estudiantes se incubaba una conspiración del bloque
comunista cuyo propósito era ganar terreno en la Guerra Fría y desbancar
al gobierno nacionalista y revolucionario, hoy el priísmo tiende a
poner en entredicho la libertad de conciencia de quienes participan en
el #YoSoy132 y la inmensa pluralidad ideológica que se alberga en su
seno. Pretenden generar una percepción en la opinión pública basada en
que detrás de este movimiento están sus rivales electorales. En tal
intento, irónicamente han caído en el ridículo.
2) Infiltrar, reventar.- Cuando la primera acción no
prospera, se pasa a infiltrar el movimiento para generar divisiones
internas e incitar conatos de violencia, con lo cual se pretende que la
sociedad civil les retire su apoyo y pasen a ser un movimiento marginal
de “rijosos”, “violentos”, “intolerantes que no respetan las
instituciones”, “ninis”, “rebeldes sin causa” y demás atributos
heredados del lenguaje macartista. Es entonces cuando se hace un llamado
a la autoridad para restablecer “el orden”.
3) Hostigar, intimidar.- Finalmente, cuando ninguna de las
acciones anteriores prospera, se pasa a la agresión física y verbal.
Haciendo uso de la violencia, se pretende disuadir la participación,
atomizarla, que cada quien se vaya por donde vino. Los acarreados del
PRI en el Estadio Azteca, que entraron con cortesías, nos recuerdan a
los peores tiempos del porrismo. Las agresiones físicas a miembros del
#YoSoy132 en diversas partes del país, pretenden paralizar la
movilización universitaria que puso en entredicho el triunfo de Enrique
Peña Nieto.
Acierta Meyer cuando señala que “la desintegración de una forma
autoritaria de control inevitablemente produce reacciones de miedo entre
las élites que hasta entonces se habían beneficiado de ese modo no
democrático de gobernar.” Hoy que el PRI ya no la tiene segura, muchos
de los compromisos están en riesgo de no cumplirse. Y no me refiero a
los que Peña Nieto prometió a la ciudadanía y firmó con notario
presente, sino a aquéllos que en verdad le pesan: los de sus socios,
inversionistas y patrocinadores. ¿Estarán contemplando los abogados de
Peña Nieto demandar a Televisa por incumplimiento de contrato y
viceversa?
Como se ha constatado en los párrafos anteriores, hay quienes
esparcen miedo porque tienen miedo a una decisión democrática. Pese a
todo, se acerca la hora de las urnas. El llamado es a votar desde la
libertad de conciencia, sin miedo, con decisión e información. El
llamado es a amarrarle las manos a los mapaches electorales, a sonreír
porque vamos a defender el voto, a rechazar que los partidos lucren
electoralmente con la pobreza y las necesidades apremiantes de
amplísimas franjas de la población. El llamado es a que sea el voto de
los ciudadanos –y sólo el voto de los ciudadanos– el factor que elija a
los futuros representantes populares. El llamado es a seguir el ejemplo
de las juventudes que despertaron colectivamente de un letargo que duró
décadas. Ha llegado la hora de que la ciudadanía cambie el curso de
nuestra historia.
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