El Tepache

miércoles, 8 de mayo de 2013

Campo mexicano y la Cruzada Contra el Hambre


Pablo Alarcón Cháires

Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, México es un vivo ejemplo de la agobiante desigualdad social. Los ingresos del 10% de su población más rica son 26 veces superiores respecto al 10% de su población más pobre.
Por su parte, la Universidad de Chapingo y el Centro de Estudios Estratégicos Nacionales señalan que en el medio rural el 81.5% de la población es pobre y la pobreza extrema está en el 55.3%. Esto se refleja en el hecho de que uno de cada dos mexicanos no tiene acceso al mínimo de alimento diario establecido por la Organización Mundial de la Salud y por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.


El acceso a los medios de producción ahonda esta desigualdad, particularmente en el campo mexicano. Poco más del 30% de los productores rurales son propietarios de la tierra que trabajan, significando que el restante 70% son campesinos en tierra ajena. Ellos están bajo relaciones laborales muchas veces injustas trabajando como medieros, jornaleros o a través de la renta de parcelas. Peor aún: no siempre las mujeres y los niños reciben remuneración por su trabajo.
No es raro entonces que la Cruzada contra el Hambre emprendida recientemente por parte del gobierno federal se promocione como alternativa al problema del campo mexicano. Sin embargo, dicha Cruzada está basada en el asistencialismo, desprecia los recursos locales, condena a la dependencia y padece del fuerte reduccionismo tan común en los programas de gobierno.
La mencionada Cruzada atenta principalmente contra las poblaciones campesinas e indígenas cuya lógica y racionalidad productiva de alimentos sigue otros derroteros. Suponer que la sustitución de pautas culturales, estrategias agrícolas, relaciones sociales y el apego a la agricultura, por un programa basado en el desconocimiento de la realidad social sobre la que pretende incidir, es desafortunado e irresponsable. Los expertos y tecnócratas dictan las políticas públicas en nuestro país despreciando los conocimientos locales e ignorando las fuertes implicaciones de la producción agrícola en la reproducción de la familia campesina, el contexto socio-ambiental en que se desarrolla, y menosprecian el valor nutricional de los cultivos locales y tradicionales.
Sectores sociales y académicos han lanzado alertas en este sentido. En la comunidad Mártir de Cuilapan, Guerrero, se entregarán galletas nutritivas elaboradas por la compañía Quaker, cuando estudios indican que existen al menos 82 productos agrícolas en este sitio –entre ellos siete variedades de maíz, nueve de frijol, 21 de verduras y 30 de frutas con un alto valor nutricional–, que son cultivados por las familias campesinas (La Jornada, 23 de abril del 2013).
Como otros programas, esta Cruzada supone una intervención social importante pero realmente impulsa el clientelismo y el subsidio, varias veces aprovechado con fines electorales. Asimismo olvida la importancia de la activación de la agricultura o de otras actividades productivas encaminadas al mejoramiento de los ingresos económicos.
Pero también es necesario hacer acotaciones a las sugerencias que suponen que la riqueza productiva per se será una solución a los problemas alimentarios en el campo mexicano y que parecen no considerar las dinámicas sociales, políticas, ambientales y económicas a las cuales se enfrenta actualmente la familia campesina.
Por ejemplo, la diversidad presente en la milpa campesina tradicional y que ofertaba diferentes usos y una estrategia de vida, tiende a ser sustituida por el monocultivo agroindustrial y de exportación como el aguacate, la fresa, la cebolla, el pimiento o la piña, entre muchos otros. Los solares, que constituyen centros de experimentación empírica campesina poseedores de una alta diversidad de especies animales y vegetales, están desapareciendo o pulverizándose por la ampliación de la vivienda. La migración del campesinado mexicano está contribuyendo a que esa riqueza productiva se esté perdiendo a la par de las cosmovisiones, conocimientos, formas de organización social y tecnologías tradicionales en torno a la agricultura tradicional. El acceso a leña, la inseguridad, el cambio climático, la adquisición de nuevas pautas culturales enajenantes, etcétera, enfatizan que el combate al hambre implica mucho más que el asistencialismo sexenal a un problema específico.
¿Qué sucederá entonces con las familias campesinas cuya satisfacción de sus necesidades alimentarias es a partir de su propia producción y en la que las decisiones para el siguiente ciclo agrícola están íntimamente relacionadas con las del autoconsumo y autosuficiencia?
La respuesta es simple a partir de la experiencia en México: la Cruzada contra el Hambre a mediano y largo plazo declinará la calidad alimenticia por efecto de la pérdida de la diversidad productiva, sumirá más en la dependencia al campesinado mexicano, erosionará la vasta cultura agrícola y fomentará el abandono de la agricultura del maíz. Además, el compromiso del gobierno mexicano por erradicar la pobreza no es congruente ante su negativa de firmar el Protocolo Facultativo al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales –en vigor desde el 5 de mayo–, que refiere un pacto mundial contra el hambre. Quizá se deba a que posibilita la denuncia ante un Comité de la ONU por la falta de acceso a derechos como la educación, agua, vivienda o la salud (Proceso, 6 de mayo del 2013).
Ante esto, ¿por qué mejor no optar por el fortalecimiento de la producción de alimentos a escala local y regional con bases agroecológicas y en pleno respeto a los contextos sociales, ambientales, políticos y culturales que existen en el diverso campo mexicano. 
(SIN EMBARGO.MX)

Fuente http://www.poresto.net/ver_nota.php?zona=yucatan&idSeccion=22&idTitulo=241156

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