El Tepache

domingo, 28 de abril de 2013

Violencia y fragilidad


Rolando Cordera Campos
Lo dicho en mi artículo del jueves pasado: México se presenta como país inapropiado, como postula Mario Luis Fuentes en el México Social de este mes, pero no sólo para la niñez que encarna su futuro, sino para vastos espacios y contingentes humanos de la sociedad nacional donde se cuece a fuego lento o ardiente el presente discontinuo de su democracia. Sin un orden público legítimo, capaz de usar la fuerza y la coacción junto con la disuasión cívica y política, no hay democracia; puede haber movilización y luego concertación fruto de una u otra negociación, pero no el régimen basado en la discusión y la deliberación que da sentido y densidad al tan invocado estado de derecho, que se niega a caer sobre nosotros como don del cielo. Y en esas estamos –o están– los habitantes de Guerrero, Michoacán y Oaxaca y nosotros con ellos, de modo conjetural si se quiere, pero no menos real, dada la profusión de mensajes e imágenes, juicios sumarios y vocaciones histéricas que forman el contexto de nuestros desencantos y desventuras rumbo al verano.

La violencia no es fruto de la inmadurez del orden democrático, ni refleja linealmente la levedad epidérmica de nuestra cultura cívica y jurídica. También recoge añejos nudos de descontento y mal gobierno, desapego gubernamental respecto de sus elementales obligaciones como poder público y, que no quepa duda, las manos negras de siempre, para las que la emergencia de la pluralidad democrática no ha sido sino una monserga en su diario afán por mantener el lucrativo mecanismo de compra y venta de protección con el Estado en sus diversos planos.
Lo malo es que esta práctica de entendimientos bilaterales y en lo oscurito contagió a varios movimientos de origen popular cuya raigambre social no pudo traducirse en formas institucionales duraderas que, a la vez, propiciaran un entendimiento sostenido y sostenible con la política formal democrática. De aquí el dualismo político que a tantos desespera. Tal vez por esto el Congreso, en vez de ser el foro deliberativo por excelencia, sea coro del reclamo y el lamento, de la impropiedad en el trato republicano entre sus propios componentes y, al final de cuentas, la arena de poco transparentes tratos y maltratos entre las fuerzas movilizadas y quienes pueden o sueñan servir como correas de transmisión con los poderes de a de veras y de hecho.
Nuestro tránsito democrático fue cruzado por amplias y estrechas movilizaciones que, sin embargo, no desembocaron en mudanzas constitucionales imaginadas para darles cauce y perspectiva. Como si nada hubiese pasado, como si nuestro viaje hacia la democracia no hubiere encarado momentos traumáticos y peligrosos, como el cisma priísta y su secuela sangrienta de 1988 en delante, o el levantamiento zapatista, con secuela similar, o los asesinatos políticos de 1994 y su cauda de sangre y criminal opacidad, etcétera. En 2000 se olvidó o arrumbó todo y se imaginó, desde el poder constituido por las urnas y los partidos, pero también por los partidos mismos y aquellos movimientos que quedaban, que no restaba sino ocupar los espacios y gozar las prebendas atribuidas a un orden democrático normal cuyos orígenes inmediatos, excepcionales dada la naturaleza de su transición, prefirieron ignorarse o depositarse en el archivo muerto de una democracia inexistente.
La desfachatez con que actúan dizque profesores enmascarados o los gobernantes del caso que los convocan a negociar; la agresividad y violencia que acompañan a estas ceremonias nefastas; la continuidad del juego siniestro de gallos y gallinas impuesto como costumbre por las sombras del corporativismo político posrevolucionario; la disposición al simulacro de quienes desde la barrera dan consignas a los combatientes o decretan el fin de la democracia que siempre esperaron vendría de arriba, gracias al gobierno de la gente decente inaugurado por Fox y su junta... de negocios; en fin, todo esto y más da cuenta de un régimen frágil, inconcluso, que necesita del pacto y el gran acuerdo, no digamos para avanzar, sino para durar y auspiciar nuevas formas de gobierno que respeten los principios democráticos pero que a la vez se hagan cargo de la dificultad profunda que encara su naturalización.
Tras décadas de vivir archivados por un régimen que no se resignó a serlo de excepción, sino que se atrevió, a veces con éxito, a imaginar nuevos contextos estructurales e institucionales, dirigidos a configurar novedosos arreglos políticos y económicos que le permitieran al país débil y adolorido emergido de la guerra civil ocupar un lugar digno en el mundo, los ritos democráticos topan hoy con la adversidad elemental condensada en la cultura de la simulación que desemboca fatalmente en el culto de la corrupción sin importar franquicia partidaria. Esto y más se hizo con base en acuerdos y entendidos, encuentros y desencuentros que poco atendieron al código democrático y su derecho público.
Insistir en seguir así, por una ruta pretendidamente pragmatista, no puede sino empedrar el camino del infierno de una violencia sin fecha de término, mientras nuestras grandezas se contabilizan fútilmente en Wall Street. La reforma que falta y debería venir ya es la del Estado, porque ahí se dan cita sin falta nuestras miserias presentes y heredadas del autoritarismo y su presunción de eternidad, gracias al cambio siempre dirigido desde la cumbre, pero también nuestras potencialidades y esperanzas en un curso diferente de democracia y equidad.
La educación y su calidad y alcance universales han vuelto por sus fueros en estos tristes días de la batalla por la autopista o la de-construcción de edificios cívicos o sedes políticas. Si lo que se quería era coronar esta antiodisea con la ocupación grotesca de la Torre de Rectoría, podría decirse que todo se ha consumado, mientras encontramos el tiempo y la forma para el rescate real y simbólico de la educación pública que debe extenderse a sus niveles superiores cuanto antes, dada la inapelable demanda de la demografía. Se trata, no sobra reiterarlo, de una de las pocas reservas del viejo sueño liberal mexicano que la Revolución quiso convertir en tesoro público siempre renovado y que hoy quiere negarse so capa de defenderlo. La fragilidad del Estado puede superarse tratando de emular a Sierra o Vasconcelos. Aquí sí que la violencia no puede tener cabida.

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