Por: Jorge Javier Romero Vadillo
Como pliego de mortaja, Calderón ha planteado ante la ONU –en un discurso lleno de retruécanos retóricos para no usar la palabra legalización– que el organismo internacional encabece un debate en torno al enfoque prohibicionista en materia de drogas. Sólo se tardó seis años el Presidente de México en darse cuenta de que se había embarcado en un combate absurdo que enfrenta de manera equivocada la cuestión de las drogas. De entrada, para congraciarse con la administración republicana de George W. Bush,
Calderón quiso presentarse ante
el gobierno de los Estados Unidos como el súbdito que sí iba a hacer la tarea
que sus predecesores habían eludido o hecho a medias. Para conseguir un apoyo,
que creyó pródigo, con el cual legitimar su débil llegada a la presidencia, en
2006 se presentó como paladín de la causa prohibicionista en el mundo y empeñó
el destino de su gestión en el combate armado al narcotráfico. No se cansó la
propaganda de “el gobierno del Presidente de la República” en decir, al menos
durante tres años, que lo que se hacía no era por disminuir el secuestro, el
robo o cualquier otro delito depredador, sino para que “la droga no llegue a
tus hijos”. Sólo después de las elecciones de 2009 el discurso gubernamental
cambió para decir que era por la seguridad y para recuperar el control de los
cuerpos del Estado penetrados por el crimen organizado. Cambió el discurso,
pero no la estrategia de enfrentamiento militar, por encima del orden
constitucional, en detrimento de la autonomía municipal y del federalismo.
Calderón estaba haciendo la tarea encomendada por los poderosos vecinos. Tenía
que limpiar México de narcotraficantes para que la guerra contra las drogas
declarada hace 40 años por Nixon pudiera presentar algún avance del otro lado
de la frontera. El resultado fue, como era evidente desde hace seis años, un
desastre. Por supuesto, las drogas siguen estando disponibles en el mercado de
los Estados Unidos y siguen llegando, incluso con mayor facilidad, a los hijos
de los mexicanos a los que la cantinela publicitaria quería convencer de la
justeza del combate. Además, aquí está el reguero de muertos, la tasa de
homicidios disparada sin que exista investigación policial de cada caso, pues
todos entran en el costal de los enfrentamientos entre sicarios o entre
delincuentes y fuerzas del Estado. Los derechos humanos dejan de tener
significado alguno cuando en un país sin pena de muerte saltarse un retén
militar o policial implica ejecución sumaria, por más que se les consagre en la
Constitución. Con el argumento de que estaban penetradas por los criminales se
desmantelaron las corporaciones policiacas municipales, que hacía la tarea de a
pie de mantener cierto orden, aun cuando, en la mejor tradición mexicana, lo
hicieran negociando con la desobediencia. La soberanía de los estados también
quedó aplastada por la irrupción del ejército, la marina y la policía federal.
Sin duda se trataba de estructuras municipales y locales corrompidas e
ineficientes, pero en lugar de comenzar a reformar a las instituciones locales,
con apoyos y con exigencias de rendición de cuentas, Calderón les pasó por
encima. Al final de su gobierno, lo que deja el que ha sido publicitado como el
Presidente de la República por antonomasia, es un país más inseguro, con unas
tasas de homicidios que vuelven a estar tan altas como hace 30 años y con unos
cuerpos de seguridad, de procuración e impartición de justicia tan ineficaces
como siempre, cuando no en peor estado. La policía federal, a la que le ha
invertido cantidades ingentes de recursos, resulta que se agarra a balazos en
plena terminal del aeropuerto de la Ciudad de México o embosca a un vehículo
claramente identificado como diplomático; como que no suena mucho a una policía
de clase mundial. Y todo para que al final de su batalla Calderón reconozca que
lo hecho fue en vano; que la guerra está equivocada y que hay que discutir “sin
falsos prejuicios” soluciones regulatorias “o de mercado”, como si la
existencia de los grandes carteles de las drogas no fuera precisamente una
solución de mercado a la estulticia de una política prohibicionista que no sólo
no resuelve los problemas de salud vinculados a los consumos de substancias
sino que los agrava. A pesar del tono enérgico que usó en su discurso de
despedida en la ONU, el llamado de Calderón es tardío y débil. No se pronunció
con contundencia por un cambio de política, con lo que queda a la saga de
mandatarios como Pérez de Guatemala, Mujica de Uruguay o Santos de Colombia.
Hizo un llamado a que la ONU organice el debate, en un tono que confirma su
renuencia a cuestionar abiertamente el prohibicionismo impuesto al mundo por
los Estados Unidos, basado precisamente en prejuicios nada falsos (falsas son,
en todo caso, las premisas en las que se basan los prejuicios) de origen
puritano y sin sustento científico ni económico. El discurso de ayer de
Calderón no impresiona ni sacude. Es un canto de cisne de un presidente que se
equivocó de cabo a rabo y que ha reconocida de manera tibia y tardía su error.Como pliego de mortaja, Calderón ha planteado ante la ONU –en un discurso lleno de retruécanos retóricos para no usar la palabra legalización– que el organismo internacional encabece un debate en torno al enfoque prohibicionista en materia de drogas. Sólo se tardó seis años el Presidente de México en darse cuenta de que se había embarcado en un combate absurdo que enfrenta de manera equivocada la cuestión de las drogas. De entrada, para congraciarse con la administración republicana de George W. Bush,
Este contenido ha sido publicado originalmente por SINEMBARGO.MX en la siguiente dirección: http://www.sinembargo.mx/opinion/28-09-2012/9777.
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