El Tepache

jueves, 28 de noviembre de 2013

Dominación sobre las mujeres

Octavio Rodríguez Araujo
Millones de mujeres y niñas son llevadas a la prostitución en todo el mundo, decenas de miles son asesinadas aquí y en otros muchos países. En casi todos lados las mujeres son discriminadas de mil maneras y también son víctimas de la violencia de diversos tipos, algunos francamente bárbaros.
Los estudiosos del tema han elaborado numerosas explicaciones y teorías de estos fenómenos que afectan a más de la mitad de la población femenina en el mundo. Yo me inclino a pensar que estos hechos tienen mucho que ver con expresiones culturales que se reproducen por razones religiosas, de usos y costumbres, de educación en la familia y la escuela y hasta por causas económicas, todas ellas relacionadas con la dominación de unos sobre otros (otras).

En general los hombres, por lo menos a cierta edad, somos más fuertes físicamente que las mujeres, y si además de la fuerza prevalecen sentimientos machistas, la violencia contra ellas se da como si fuera normal, pues el macho cree que debe dominar a la hembra, aunque sea a golpes. Pero no sólo a golpes. No es extraño que él diga a su novia, a su esposa, a la empleada y a veces a sus hijos e hijas, algo así como así es porque yo lo digo, dando por sentado que el hombre tiene la autoridad (el poder), pues así ha sido en la historia de muchos países y regiones y, por lo tanto, no se discute. En ciertas sociedades y religiones la mujer es, por definición, inferior al hombre y es así que éste tiene derecho a tener varias mujeres pero éstas deben serle absolutamente fieles. Si no lo son, los hombres se arrogan el derecho incluso a lapidarlas y hasta los hijos varones participan en esa bárbara acción.
Por siglos así ha sido y en la cultura de muchos pueblos esto no ha cambiado, ni siquiera ahora que, en teoría, las leyes las protegen. ¿Cuántas mujeres denuncian la violencia de sus maridos, amantes, novios o padrotes (si son prostitutas)? Pocas, entre otras razones por temor a las consecuencias y porque las autoridades, mayoritariamente masculinas, toman partido por el género propio. Nunca falta el insensible que le dice a la mujer maltratada que está exagerando, al igual que el que les dice que la violaron por andar vestida así o asá (provocativamente según él). El mundo machista le cae encima a las mujeres y, además de la humillación, todavía tienen que aguantar esta cultura troglodita en la que viven indefensas en un ambiente generalizado de impunidad para los hombres.
En muchas religiones Dios es hombre, no mujer, y desde ahí se desprende una serie de tonterías en las que la mujer es inferior, un ser que no vale en sí mismo sino como propiedad del padre o del marido. En estos casos los niños crecen con esa creencia y cuando son adolescentes y adultos la reproducen en sus propias vidas en relación con las mujeres, es decir, la dominación; el hombre es el que manda, la mujer la que obedece; el hombre es activo, la mujer es pasiva, etcétera, etcétera. Una cultura milenaria muy conveniente para los hombres.
Por extensión, el hombre puede dominar al extremo de disponer de la vida de las mujeres. En general son más hombres que matan mujeres que mujeres que matan hombres, razón por la cual se ha inventado un justificado neologismo: feminicidio, y no masculinicidio en contraparte. Homicidio, por cierto, no deriva de hombre sino de homo, del griego oμo, que no distingue sexo, pero valga la expresión. Atrás de este fenómeno que se ha incrementado en ciertas sociedades contemporáneas está la dominación del hombre sobre la mujer, sea consciente o no, y tal vez la amenaza que ven muchos hombres en la emancipación de las mujeres: amenaza a su hombría pues en ciertas comunidades es ella la que mantiene a la familia, sea por la demanda femenina en las maquiladoras o sea por el trabajo doméstico en el que los hombres (muchas veces sin empleo) suelen estar excluidos.
Sin embargo, así como en los últimos años la tecnología ha evolucionado a un ritmo inimaginable hace todavía dos o tres siglos, igual esa cultura milenaria de dominación de la mujer por el hombre ya comienza a ser cuestionada entre muchos grupos sociales y organismos de la civilización contemporánea, incluso en países de tradición islámica donde todavía se observan prácticas como la mutilación genital femenina (ablación) y otras barbaridades igualmente humillantes para las mujeres, como aquellas de las que habla Khaled Hosseini en su extraordinaria y conmovedora novela Mil soles espléndidos, enmarcada en Afganistán. En el medio rural mexicano, dicho sea de paso, todavía se acepta que la mujer existe para servir al hombre y, obviamente, para darle hijos (así dicho). En la religión católica, para no hablar sólo de la islámica, la mayor jerarquía sigue destinada para los hombres. Dominación masculina como ejemplo (mal ejemplo) para los católicos y para los fieles de otras religiones donde ocurre algo similar.
Esta cultura machista, en mi modesta opinión, tiene mucho que ver con el tema de la trata de personas y con la prostitución. Ésta no es exclusiva de los hombres con mujeres, pero sí es mayoritaria y así lo ha sido por siglos. Es claro que hay prostitución masculina, pero la más generalizada es la femenina. Es la mujer la que, principalmente, es tratada como objeto del deseo y, conviene enfatizarlo, en estos casos la mujer sufre una doble humillación: la del padrote y la del cliente. El primero la explota y el segundo la usa. Y, adicionalmente, ambos, sobre todo el primero, existen porque la autoridad lo permite por complicidad económica o de género.
Todo lo anterior, sin que yo crea que hay una sola explicación, es parte de una cultura de dominación que, en general, es mayoritariamente masculina. Por lo que, para modificarla, debe dirigirse también a los hombres, comenzando por los que tienen cargos de autoridad civil o religiosa. La cultura de la dominación masculina debe revertirse. Es tan reprobable como el racismo, que tampoco ha desaparecido.

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